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10 de octubre de 2016

Últimos días en Rokkasho

El tiempo ha ido empeorando poco a poco y la noche del viernes al sábado la paso bastante frescamente. Salgo por la mañana a dar una vuelta, a pesar de la que está cayendo, y en el observatorio veo una ardea cinerea capeando el temporal como buenamente puede. No hay mucho que hacer, así que paso el día perreando. Cuando vuelvo al hotel, una manta azul se ha materializado sobre mi cama. Gracias a ella, sobrevivo por la noche.

El domingo nos ha citado el señor M a dar una vuelta por las Hakkoda. En teoría la previsión del tiempo es buena, pero una vez en destino sopla el viento, hace fresco, chispea algo y tras dar una vuelta por las surgencias sulfurosas del pie de las montañas nos vamos a comer y luego a un onsen, a darnos las aguas. Aparte, he cometido el simpático error de dejarme la batería de la cámara en el hotel, así que sólo puedo inmortalizar el cambio de color de los árboles con el móvil, mientras cientos de japoneses a mi alrededor pululan con sus 5DS, sus D810 y sus ultra-trípodes.


El lunes, o sea hoy, es fiesta en Japón. El día amanece despejado, pero sopla un viento fuerte desde el oeste que no se puede aguantar. Salgo desde el hotel a estirar un poco las piernas, voy hasta el puerto y allí cojo una pista que lleva hasta el borde de la desembocadura del Obuchi-numa. La pista tuerce luego hacia el interior, siguiendo la orilla. Me encuentro a un señor que está cortando ramas y luego paro en el observatorio. Está todo muy tranquilo hoy. El cignus cignus está escondido entre los juncos de la orilla, supongo que para resguardarse del viento. A su lado hay cinco bichos más pequeños, que supongo que serán actitis hypoleucos, aunque como siempre, y dado mi conocimiento de las limícolas, pueden ser cualquier otra cosa. Me siento un rato y aparece en bicicleta uno de los indios del curro, un chaval joven recién llegado. Charlamos un rato y le mando al puerto, otro de los lugares de interés turístico de la zona. Yo me vuelvo al hotel y aprovecho para escribir este fistro. Los días que nos quedan aquí van a estar cargaditos y llenos de emociones y vaya usted a saber cuando retomo el teclado.

2 de octubre de 2016

Inekari

Tras los dos fines de semana viajeros anteriores, este finde toca quedarse en Rokkasho. El sábado por la mañana he quedado con el señor IM para ir a Misawa a asegurar el vehículo que le acaba de comprar a otro español que se acaba de ir de vuelta a las españas después de siete años en los japones. Antes de recogerle, me paso por el mirador del Obuchi-numa a ver qué se cuece. Aparte del cignus cignus y de las ardea cinerea y las ardea alba de costumbre poco hay. Así que tras un rato recojo a IM y nos vamos a Misawa.

Misawa está a unos cuarenta kilómetros de Rokkasho. Tiene aeropuerto, base militar conjunta japonesa-estadounidense y, supuestamente, mucha más animación que Rokkasho. El problema es que los cuarenta kilómetros se hacen pesaditos, dado que la carretera no es para tirar cohetes y si encima la haces a oscuras (como suele ser habitual dada la peculiaridad del horario japonés) se hace eterna. A pesar de eso, en este sitio hay dos bandos: los pro-Misawa y los pro-Rokkasho. Yo, francamente, no sabría con cuál quedarme si me obligaran a elegir.

 Una vez hechos los trámites del seguro, vamos a comer al restaurante tailandés que nos enseñó un colega francés. La gracia consiste en que te dejan elegir el nivel de picante de los platos, del uno al cuatro. Nos quedamos en el dos, que a pesar de estar marcado como nivel medio a nosotros ya nos llega. Después de comer decidimos ir al museo de la Aviación y la Ciencia pero nos despistamos un poco y acabamos en el océano Pacífico.

 Acabar en el océano pacífico en esta zona del planeta no tiene mucho mérito. Tiene más mérito llegar al museo. Una vez allí, tienen unos cuantos aviones antiguos aparcados en los que te dejan subir (a algunos) y, aparte, unos cuantos  F-16 (y su versión japonesa el F-2) están haciendo pasadas y piruetas a baja altura para celebrar no sé qué.
Con mi nueva arma, el poder de luz luminosa para deslumbrar a los pilotos enemigos, me subo a la carlinga de un F-104. Asombra la cantidad de instrumentos que hay. Cierto es que es un avión de los años 60 y que ya no está en servicio en ningún lado pero te preguntas cómo narices hacían los pilotos para estar atentos a tantos indicadores a la vez y para manejar tanta palanquita. La palanca de mando parece más sencilla, pero lleva también tres botones cuya función ignoro.


En fin,llega el domingo. El otro señor M, que lleva aquí ya unos añitos, nos propone apuntarnos a una actividad que organiza la oficina internacional de Rokkasho. El inekari es la cosecha del arroz. Tradicionalmente se hacía a mano pero ahora se hace con unas maquinitas que te dejan ya el arroz empaquetado en un santiamén. Pero en fin, hay que guardar las tradiciones así que bajamos al campo, guiados por los paisanos locales, y nos ponemos manos a la obra.

Enseñando carne y pisando barro, cortamos los tallos de arroz y los atamos con otro tallo. El trabajo del campo es muy duro para los urbanitas y demostramos poca habilidad y poca gracia. Los paisanos, para que no nos desanimemos, pasan un poco la máquina para acelerar el proceso. La televisión local me hace unas preguntas (vía una intérprete) a las que respondo aleatoriamente y espero que a satisfacción del público japonés.

Al final el arroz queda recogido y apilado en unos listones en un borde del campo. Parece que en enero organizan otra actividad en la que se lo comerán en distintos formatos. A nosotros nos dan de comer después de la faena, unas sopitas de fideos de arroz, claro.
En fin, esperando que este workshop me sirva para algo en un futuro, despido la conexión.

1 de octubre de 2016

Tokyo

Después de la visita a Kyoto, había que aprovechar el abono del tren, así que el destino evidente era Tokyo. A la ida no me había dado tiempo más que a cambiar de aeropuerto, así que había llegado el momento de sumergirse en la capital nipona. No sé qué decir. Hay mucha gente, las estaciones de metro y tren se extienden por debajo del suelo, llenas de tiendas, de restaurantes, de salidas a centros comerciales y, afortunadamente, de servicios, cosa que sería digna de imitar en otras ciudades. Otra cosa que llama la atención es que la gente deja sus bicicletas en la acera o en la puerta de su casa sin cadena. Parece ser que los japoneses se distinguen por no llevarse cosas, cosa que a un español le parece impropio de seres humanos.

 Paso dos días en Tokyo. El primero nada más salir de la estación central me dirijo hacia los jardines del palacio imperial. Cuando llego allí empieza a caer la del pulpo, así que voy andando un rato hasta que encuentro la boca de una estación de metro y me pierdo por el inframundo. Los pasillos son enormes, suelen estar llenos de gente y te podrías pasar el día ahí dentro sin tener que salir para nada. Cojo el tren y me voy a mi barrio, a Shinjuku. Se me ha ocurrido coger el hotel en una zona, Kabuchiko, que luego resulta ser un barrio rojo, pero que mientras no te metas en los bares no hay problema. Mis vicios son otros, los pepinos y los camarones, y a esos vicios sí que me entrego sin freno. El problema es que después de la revelación que supuso la tienda de Kyoto, estas otras veces ya no son lo mismo. Se ha perdido la emoción de aquella primera vez y aunque me dedico a probar casi todos los modelos del mercado fotográfico salgo de las tiendas con una cierta desilusión: no será aquí donde me compre el camarón definitivo. El yen está muy fuerte y los precios al cambio no resultan especialmente interesantes.

En fin, el domingo me voy andando desde mi barrio hasta el centro. Veo luego que son casi 11 kilómetros, así se explica que haya tardado cuatro horas. Me paro en un parque a ver a la gente jugando al béisbol. Me paro en otro parque a ver a la gente que sale de una feria de trajes tradicionales japoneses. Me paro en otro parque a ver un concierto al aire libre. Entre parque y parque, cojo la línea Yamamoto y voy de acá para allá, sin rumbo fijo, hasta que después de doce horas de acá para allá decido que es hora de volverme al barrio y cenar algo. Me como un ramen en un bar que hay cerca del hotel y me recojo.

A la mañana siguiente he quedado a desayunar con C que tiene una visita de trabajo a la sede de su empresa en Tokyo. Siempre hace gracia encontrarse con la gente en estos sitios exóticos, sobre todo teniendo en cuenta que él y M están en Singapur y que no nos vemos todos los días. Después quedo para tomarme un café con un amigo de F que tiene una empresa en Tokyo que se dedica a montar plantas solares en Japón. Cómo son estos emprendedores. En fin, a las 11h20 estoy en la estación central de Tokyo. Después de pillar la comida para el viaje de vuelta, me monto en el shinkansen Hayabusa y me bajo en Shichinohe-Towada. Cojo el coche y en una horita estoy de vuelta en Rokkasho, donde, como de costumbre, no hay nadie por la calle.