
Cuando llegamos al punto de partida negros nubarrones se cernían sobre nuestras cabezas. Ya que habíamos ido hasta allí, decidimos emprender la ascensión hasta el refugio despreciando la desfavorable previsión meteorológica. Mis acompañantes estaban en bastante buena forma y me llevaron con la lengua fuera hasta el tramo más bonito de la subida: un camino ligeramente acrobático que asciende por las paredes de una garganta hasta llegar al valle superior. Nada más salir de la garganta, empezó a llover, lo que por una parte vino bien para refrescarnos un poco. No duró mucho la lluvia y cuando llegamos al refugio volvía a lucir un sol de justicia. Cenamos, nos acostamos temprano y el guarda dijo que nos despertaría a las 5h30 si el cielo estaba despejado. A la mañana siguiente, el guarda nos despertó y comenzamos a subir. Mis compañeros iban muy ligeros y llegamos al collado al pie del pico a ritmo de combate. A partir del collado, la ascensión prosigue por un terreno algo descompuesto y relativamente empinado por la cara sur del pico. Ahí ya sacaron el hacha y cuando estaba a punto de salírseme el corazón por la boca decidí que me plantaba. Me instalé en una repisita y me quedé contemplado las nubes y el paisaje hasta que volvieron mis colegas. Uno había subido hasta arriba y el otro se había quedado en el col de los perezosos. No sé cual es la categoría inferior, pero esa es la mía.
Empezamos a bajar, a bajar, a bajar y a bajar. A mitad de la garganta del día anterior (Pas de L'Encel) nos encontramos a cuatro tedescos que iban subiendo por las cadenas con las bicicletas al hombro. Les pregunté dónde iban y me dijeron que a Niza, que tenían pensado llegar en catorce días. Les dije que la ruta que habían escogido para esta etapa no era muy adecuada para la bici y me respondieron con un tono algo altanero que ya lo sabían, que se habían leido un libro. Espero que el libro lo dijera todo clarito y los muchachos no estuvieran engañados porque si no a Niza no llegan ni en dos años.
Tras dejar atrás la garganta llegamos a un chiringuito montañero (buvette)donde nos tomamos una cocacola para combatir la caló. Continuamos el descenso, abandonado los verdes prados de altura para introducirnos en la verde espesura de los bosques. Hacía un calor de morirse y las tormentas anunciadas no llegaban. Llegamos nosotros al coche y con el aire acondicionado a tope, volvimos al hogar, dulce hogar.
Hacía siglos que no salía un fin de semana entero al monte, así que hoy estoy destrozadito: tengo dolores en los músculos, las articulaciones y varios órganos internos. Sin embargo, la llama de la montaña, aunque débil, continúa luciendo en mi interior. Si mi exterior soporta el ritmo, la llama volverá a lucir como en los viejos tiempos de sangre, sudor y lágrimas.
1 comentario:
Estupendo y reconfortante ese animo montañero
magister historicus, saluda a los crampones de mi parte. Por cierto, ¿qué fue de aquellas botas magenta de suela vibram?
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